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Violencia, dolor y responsabilidad: cómo enfrentar y transformar los conflictos que nos conmocionan

El ataque ocurrido el 22 de septiembre en el CCH Sur, donde un estudiante de 19 años, Lex Ashton, presuntamente privó de la vida a un menor e hirió a otra persona, nos confronta como sociedad con preguntas profundas. No sólo sobre la violencia visible y brutal de los hechos, sino también sobre lo que ocurre detrás: las historias de dolor, la cultura de premios y castigos que atraviesa nuestra vida social y la forma en que solemos responder desde la ira y la necesidad de castigo. En contextos como este resulta urgente construir redes de apoyo que detecten, atiendan y acompañen a tiempo señales de riesgo: Ashton presentaba un historial de depresión atendida por psicólogos de la UNAM, según se ha compartido en medios de comunicación; había sufrido bullying desde la primaria y provenía de una familia fragmentada —con un padre diagnosticado con bipolaridad y una hermana que intentó suicidarse—; además, sus mensajes en redes reproducían términos de la subcultura incel (grupo de hombres que, por frustración social o sexual, desarrollan resentimiento hacia las mujeres y la sociedad), con expresiones de misoginia, resentimiento y la confesión de querer matar a seis estudiantes, inspirándose en ataques ocurridos en Estados Unidos. Estos elementos muestran que más allá de castigar, es necesario preguntarnos cómo acompañar, contener y prevenir para que historias como esta no se repitan.



El uso protectivo de la fuerza y el dolor que pide justicia

Marshall Rosenberg, psicólogo humanista y fundador de la Comunicación No Violenta (CNV), diferencia entre el uso punitivo de la fuerza y el uso protectivo de la fuerza. En el primer caso, buscamos castigar y generar sufrimiento en quien causó daño. En el segundo, la fuerza se aplica para salvaguardar la vida y evitar que alguien continúe lastimando, pero sin perder de vista que lo que mueve todo conflicto es una necesidad no resuelta. En este caso, detener a Ashton es necesario para evitar más violencia; pero si nos quedamos sólo en la narrativa punitiva, corremos el riesgo de reproducir más dolor y resentimiento en la misma persona que perpetró dolor y sufrimiento. ¿Cómo podemos acompañarle a que se mueva de lugar? Y esa es la pregunta a resolver, a menos que se trate de una persona con rasgos psicopáticos o sociopáticos. La psicopatía y la sociopatía son trastornos de la personalidad con rasgos antisociales; las personas con rasgos psicopáticos son frías, calculadoras y manipuladoras, con poca o ninguna empatía, mientras que las de rasgos sociopáticos son más impulsivas, emocionales y pueden formar vínculos débiles con algunas personas. Ambas tienen componentes neurológicos, genéticos y ambientales, pero la psicopatía tiende a ser más estable y resistente al cambio, mientras que la sociopatía, más influida por el entorno y las emociones, puede ser relativamente más flexible. El cambio es posible, pero requiere conciencia, motivación y apoyo profesional, siendo más difícil en los psicópatas que en los sociópatas.


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Las personas afectadas: dolor, enojo y necesidad de justicia

Las víctimas directas y sus familias viven un duelo imposible de dimensionar. Seguramente atraviesan la mezcla de dolor, enojo, miedo e impotencia, emociones que expresan necesidades humanas de seguridad, justicia, reconocimiento y reparación. Aquí se hace presente lo que Alfie Kohn (2018) e Inbal Kashtan (2003) abordan en torno a los relatos dominantes que existen en torno a los premios y castigos: la idea de que la justicia sólo se logra castigando, que alguien “paga” por lo que hizo, queda incompleta cuando no nos hacemos cargo de la persona, para que ella se pueda hacer cargo de los impactos que generó. Pero como plantea Rosenberg (2006), detrás de todo acto violento hay una necesidad insatisfecha; reconocer esto no excusa el daño, pero abre otra mirada sobre cómo sanar colectivamente, y cómo ayudar a la persona a que reconozca que impactó fuertemente, al grado de matar a alguien.


Lo que sentimos como sociedad

Los hechos generan miedo, porque hablan de una necesidad urgente de seguridad; generan frustración y enojo, porque queremos justicia; y generan dolor, porque un joven fue asesinado en un espacio que debería ser seguro. Michael White (2015), desde la práctica narrativa, nos recuerda que podemos asumir responsabilidad sin “totalizarnos” como malas personas, o ayudar. a las personas perpetradoras de violencia a que asuman su responsabilidad, (resguardadas para que no hagan daño en el inter, con el uso protectivo de la fuerza) sin totalizarlas como 'malas personas'. Lo mismo aplica a la sociedad: podemos reconocer que, al privilegiar narrativas punitivas y de exclusión, también impactamos y dejamos huellas, que no nos permiten avanzar y movernos de la violencia que ya existe y sigue generando dolores fuertes.


Si nos quedamos en el miedo, el dolor y la ira sin validarlos, sin conectarlos a necesidades y hacer procesos terapéuticos con ello, lo llevamos al 'ojo por ojo'… y lo único que hacemos es reforzar la violencia. Probablemente seguimos reforzando prácticas violentas y punitivas. Pero si somos capaces de reconocer vulnerabilidades —la pérdida de un hijo, el anhelo de seguridad, la frustración por una sociedad desigual— podemos abrir caminos para mediar y transformar. Como señala Josep Redorta, detrás de todo conflicto hay dimensiones de autoestima, identidad y legitimación que reclaman ser vistas.


Hacernos cargo: un reto colectivo

Hacernos cargo no significa justificar ni relativizar la violencia, sino reconocer los impactos, validarlos, y a acompañar a las personas perpetradoras para averiguar de dónde vienen esas estrategias que lastiman a otras personsa, para que puedan asumir responsabilidades y buscar reparar el daño sin reproducir dinámicas de abuso o explotación. Esto puede incluir procesos psicoterapéuticos, apoyos comunitarios y una revisión seria de cómo las instituciones educativas y sociales abordan la salud mental, el bullying y la cultura patriarcal que atraviesa estas violencias.


El caso del CCH Sur nos recuerda que los conflictos dejan huellas: tanto en quienes reciben el daño como en quienes lo generan y en la sociedad entera. Hacernos cargo, desde la mirada de Nussbaum y Sen, de quienes hablamos a menudo en este blog, es crear condiciones para todas las personas que nos permitan vivir con dignidad, reparar el daño y evitar que nuevas generaciones se vean reclutadas en narrativas de odio, misoginia y resentimiento.


✍️ A modo de Conclusiones

Lo que ocurrió en el CCH Sur no puede reducirse a un acto aislado de maldad individual. Es un espejo de nuestras carencias como sociedad: en seguridad, en cuidado emocional, en construcción de vínculos. El reto es salir del círculo de premios y castigos, reconocer los impactos y atrevernos a construir respuestas que protejan, reparen y transformen, en lugar de profundizar la violencia que tanto nos duele.


Te dejo un abrazo pendiente, esperando que estas reflexiones nos ayuden a procesar nuestros impactos mutuos, o comenzar a hacerlos visibles y hacernos cargo de los mismos.


Referencias


*Entelman, R. F., (2002). Teoría de Conflictos: Hacia un nuevo paradigma. Barcelona: Gedisa.

*Moore, C. (1995). El proceso de mediación. Métodos prácticos para la resolución de conflictos. Buenos Aires: Granica.

*Kashtan, Inbal (2003). Ser padres desde el corazón. Editorial Acanto.

*Kohn, Alfie. (2018). Motivar sin premios ni castigos. Cristiandad Editorial.

*Nussbaum, M. (1999). Women and equality: The capabilities approach. International Labour Review, 138(3), 227–245. https://doi.org/10.1111/j.1564-913X.1999.tb00386.x

*Pondy, L. R. (1967): «Organizational conflict: concepts and models». Administrative Science Quarterly, XII, pp. 296-320.

*Redorta, J. (2004). Cómo analizar los conflictos. La tipología de conflictos como herramienta de media- ción. Barcelona: Paidós Ibérica

*White, Michael. (2015). Práctica narrativa: La conversación continua. Pranas Chile Ediciones.

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