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Cuando el cerebro enfrenta la ausencia: neurociencia y psicoterapia del duelo

“Ahora que ya no estás” — entre la pérdida, el amor y la biología del duelo


“Han pasado 548 días sin ti.” Así comienza la carta de una madre, Sara, a su hija fallecida, Rosario. No hay introducción que prepare al cerebro ni al alma para ese tipo de frase. El Capítulo 3 del libro del Dr. Eduardo Calixto [1], titulado “Ahora que ya no estás”, explora precisamente ese vacío, el espacio entre la memoria y la ausencia, entre el apego y la pérdida. En este artículo glosamos el texto de Calixto con el fin de aportar, desde perspectivas humanistas, nuevas miradas a los procesos que allí se describen.


(Spoiler alert, alerta de spoiler): el siguiente subapartado forma parte de la historia narrada en el libro de Calixto. Si deseas profundizar, puedes adquirir su obra y, si prefieres evitar el spoiler, puedes saltarte esta parte. A partir de la siguiente sección, y de las secciones posteriores, puedes avanzar directamente al punto central de este artículo sin arruinar la experiencia de lectura del capítulo “Ahora que ya no estás”.

En él, Calixto mezcla la historia de Rosario, su madre Sara y su novio Manuel, con una explicación neurocientífica del duelo, revelando cómo el cerebro intenta, sin éxito, aferrarse a quien ya no está.


La historia de Rosario: amor, vocación y despedida


Rosario fue una joven médica apasionada, hija única, luchadora desde su nacimiento prematuro. Su madre la describe como “una luz incansable que iluminaba cada rincón de la casa”. En la universidad conoció a Manuel, un estudiante reservado y poco demostrativo. Aunque su relación parecía fría, había ternura en los gestos simples y una complicidad silenciosa.


Cuando Rosario enfermó, el diagnóstico llegó como una sentencia: leucemia. En solo dos meses, la enfermedad la consumió. Manuel, en un acto de amor desesperado, compró la casa que ella soñaba y planeó casarse con ella. Rosario murió un mes después de la propuesta.


Desde entonces, Sara y Manuel viven con la presencia constante de su ausencia: ella busca su reflejo en los rostros de jóvenes parecidas; él visita su tumba cada dos meses, llevando las flores que nunca le regaló en vida.


Más allá de la tragedia, la historia de Rosario abre la puerta a una pregunta universal: ¿qué sucede en nuestro cerebro cuando perdemos a alguien que amamos?


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El cerebro doliente: entre la negación y la neuroquímica de la ausencia


El duelo no solo es una experiencia emocional: es un proceso neurobiológico complejo. Cuando perdemos a una persona cercana, nuestro cerebro experimenta una verdadera “crisis de realidad”.

El hipocampo, encargado de la memoria, se activa intensamente al entrelazar recuerdos de corto y largo plazo. Por eso las personas dolientes reviven una y otra vez las mismas escenas: la última conversación, los lugares compartidos, los “y si…” que atormentan. La corteza prefrontal, que nos ayuda a distinguir lo real de lo imaginario, y que tiene que ver con el raciocinio, se esfuerza por comprender que esa persona ya no está… pero el sistema límbico, donde habita la emoción, se niega a aceptarlo.


La caída abrupta de oxitocina —la hormona del apego— explica esa sensación de vacío físico: literalmente, el cuerpo “extraña” la presencia de la otra persona (National Center for Biotechnology Information, 2020)[2]. A la vez, el cerebro libera endorfinas para atenuar el dolor moral, un intento desesperado de protegernos del colapso emocional (Kolb & Whishaw, 2006) [3].

El resultado es un ciclo de tristeza, enojo y negación. Como explica el Dr. Calixto (2023) [1], “el cerebro del doliente no distingue entre una amputación física y una emocional: ambas activan las mismas áreas del dolor”.


Cuando el amor persiste más allá de la muerte


El apego, esa fuerza que nos une a las otras personas, tiene raíces biológicas profundas. En las relaciones que enfrentan una enfermedad terminal, los niveles de oxitocina aumentan para calmar el dolor de la anticipación de la pérdida. Paradójicamente, ese incremento del apego puede hacer que el duelo posterior sea más prolongado y complejo.


Ver una fotografía de la persona querida, o visitar su tumba —como hace Manuel en el relato—, activa pequeñas dosis de oxitocina y dopamina, generando una sensación transitoria de calma (Kolb & Whishaw, 2006) [3]. No es solo un ritual cultural: es una respuesta neuroquímica que ayuda a la mente a sostener el vínculo simbólico.


Pero si el dolor se prolonga más de un año, hablamos de duelo patológico. La neuropsicología lo asocia con una hiperactividad del sistema límbico y una disminución en la capacidad reguladora de la corteza prefrontal. En términos sencillos: la emoción secuestra la razón.


Desde la Terapia Gestalt: reconocer lo que duele para cerrar el ciclo


La Terapia Gestalt (Perls, Hefferline & Goodman, 1951) [4] define el duelo como un “contacto interrumpido” (las defensas o mecanismos que una persona emplea para evitar un vínculo pleno y auténtico con su entorno o consigo misma.). Sara, la madre de Rosario, quedó suspendida en ese momento: no puede cerrar la experiencia porque su necesidad de contacto con su hija sigue viva.


Desde esta perspectiva, llorar, hablar de la pérdida o escribir cartas (como la suya: “548 días sin ti”) no son muestras de debilidad, sino intentos del organismo por completar un ciclo emocional inacabado. Acá es importante recordar lo que a menudo señalo: vulnerabilidad no es debilidad. Vulnerabilidad es poder conectar con lo que nos mueve, con lo que sentimos, y luego conectarlo con las necesidades, para tratar de atenderlas.


El trabajo gestáltico invitaría a Sara a “notar” lo que siente —la rabia, la nostalgia, la culpa— sin juzgarlo. El objetivo no es olvidar a Rosario, sino integrar su ausencia en el presente, cerrar la gestalt abierta (un asunto inconcluso) del amor interrumpido.


Desde la Terapia Centrada en la Persona: sanar desde la aceptación


Para Carl Rogers (1961) [5], el cambio terapéutico ocurre cuando una persona se siente escuchada sin juicio. En el duelo, esa aceptación incondicional es fundamental. Validar, dar espacio, no hay dolor pequeño.


Sara y Manuel viven dos formas distintas de amar y de sufrir: ella busca a su hija en el mundo; él intenta repararla a través de rituales. La Terapia Centrada en la Persona acompañaría su proceso sin imponerles “deberes” de superación, sino permitiendo que cada uno elabore su pérdida a su propio ritmo.


La neuropsicología respalda esta mirada: cuando el doliente se siente comprendido, se activan regiones prefrontales vinculadas con la autorregulación emocional y la resiliencia (Kolb & Whishaw, 2006) [2]. La empatía, literalmente, reorganiza el cerebro.


Desde las Terapias Narrativas: reescribir la historia del adiós


Según White y Epston (1993) [6], las personas se definen por las historias que cuentan sobre sí mismas. La historia de Sara y Manuel podría contarse como una tragedia sin salida… o como una narrativa de amor transformado.


Desde la Terapia Narrativa, reescribir esa historia implicaría pasar del relato de pérdida al relato de significado: de “Rosario se fue” a “Rosario me enseñó a amar más profundamente”.


Este cambio no borra el dolor, pero lo coloca en otro contexto: el de la continuidad simbólica. En palabras de White (2004) [7], esa transición ocurre en el “territorio liminal”, donde las identidades antiguas se disuelven y emergen nuevas formas de ser. En ese lugar incierto —ni totalmente triste ni plenamente en paz— se gesta la transformación.

Allí, los rituales cobran otro sentido: no son intentos de negar la muerte, sino de mantener viva la conexión con lo que el amor dejó.


En este contexto, la técnica "Decir de nuevo: ¡Hola!", clave de la Terapia Narrativa [9], propone un enfoque radical para sanar el duelo: en lugar de centrarse en lo que se perdió o forzar el "olvido", se pregunta por la "Experiencia de Experiencia". Esto significa invitar a la persona a describir las cualidades positivas que el ser querido veía en ella: "¿Qué cosas buenas de ti mismo(a) apreciaba y valoraba esa persona?". Al evocar y relatar estas percepciones, el doliente no solo recuerda, sino que revive la sensación completa de ser amado y valorado (el Yo Apreciado –la versión de sí mismo que el doliente revive y recupera al describir las cualidades positivas que el ser querido percibía.–). Este proceso genera la "Simultaneidad": un "momento mágico" donde el pasado y el presente se fusionan. La persona valiosa, capaz y feliz que existía en esa relación es traída de vuelta al ahora, generando una poderosa sensación de unidad con toda su historia de vida.


Este mecanismo de "viaje en el tiempo" es crucial para recuperar el "Self sin Historiar" –el conjunto de cualidades positivas, experiencias y logros que la persona ha dejado fuera de su relato de vida dominante (el que está saturado de dolor o problemas).–. Nuestra mente, al estar inmersa en una "narración dominante" de tristeza o problema, tiende a olvidar y dejar fuera de la historia (a expurgar) muchas cualidades, logros o momentos positivos que no encajan en esa versión. En resumen, el Self sin Historiar es ese caudal de experiencia positiva que ha quedado al margen. La Simultaneidad hace que estas cualidades olvidadas ("nociones alternativas") sean accesibles de nuevo (la reivindicación). De esta manera, el doliente utiliza el amor y la perspectiva de la persona perdida para fortalecer su propia identidad en el presente, permitiéndole escribir una nueva historia de vida basada en la aceptación y la compasión.


El poder del llanto y del vínculo


Llorar no es un signo de fragilidad; es una respuesta biológica que modifica la química cerebral. Las lágrimas emocionales contienen hormonas del estrés como la prolactina y el cortisol; al liberarlas, el cuerpo se autorregula.


Como afirma Calixto (2023) [1], el llanto “limita el dolor moral y restablece el equilibrio neuroquímico”. Es, literalmente, el lenguaje del cerebro para decir: “estoy procesando lo que no puedo comprender con palabras”.


En ese sentido, Sara y Manuel —como tantas otras personas— no lloran solo a quien perdieron, sino a la versión de sí mismas, como personas, que existía antes de la pérdida.


Del dolor a la madurez: integrar cerebro, amor y trascendencia


La muerte de un ser querido confronta al cerebro con su mayor límite: la irreversibilidad. No obstante, esta pérdida abre la posibilidad de un profundo crecimiento. Desde la perspectiva neuricientífica, las personas con una mayor madurez cerebral —vinculada con la corteza prefrontal— logran adaptarse mejor al transformar el vínculo sin quedar atrapadas en él. Pero esta perspectiva sería muy limitante y estigmatizante para quienes somos "inmaduras cerebrales" (sí... a veces se vale usar el humor un tanto irreverente). Aquí es donde las Terapias Narrativas ofrecen una ruta crucial: proponen reescribir la historia del adiós. Este enfoque implica pasar del relato de pérdida al relato de significado, logrando una continuidad simbólica donde el dolor se coloca en otro contexto, y podemos retomar una máxima gestáltica (a su vez retomada del budismo) "El dolor es inevatible. El sufrimiento es opcional".


Esta transformación no busca el olvido, sino la incorporación de la relación perdida a través de la metáfora "Decir de nuevo: ¡Hola!". La clave reside en la "Experiencia de Experiencia": preguntar por las cualidades positivas que el ser querido veía en nosotras. Al evocar estas percepciones, el doliente recupera el Yo Apreciado y genera la "Simultaneidad", un "momento mágico" que trae el Yo del Pasado al presente. Este proceso es fundamental para reivindicar el Self sin Historiar —el caudal de experiencias positivas que la mente había dejado fuera de la narrativa de dolor—, permitiendo al doliente fortalecer su propia identidad en el presente.


Por supuesto que también hay cabida a situaciones inesperadas, como que la persona que se ha ido, no haya tenido una muy buena relación con la persona doliente. Ahí podemos bordar de otras maneras explorando, juntas como personas, terapeuta y consultante para llegar a los ajustes creativos que propone la Gestalt. Hacer espacio a la ventilación emocional para movernos y seguir avanzando en medio de los sentimientos que suelen ser un gerundio... aquellos en donde. a veces andamos de buenas, y a veces andamos de malas, y otras tantas, de buenas y. de malas al mismo tiempo, pero podemos seguir agenciadas, como personas, alineadas con lo que nos importa.

Al final, el duelo no se supera, se atraviesa, se procesa, se vive con avances y retrocesos. La ciencia nos explica que rituales como regalar flores activan la dopamina, ayudando al cerebro a disminuir la culpa y transformar el afecto. El amor se vuelve recuerdo y el recuerdo en permanencia. El cerebro, con el apoyo de la neuroquímica y las nuevas historias narradas, aprende a aceptar lo que el corazón nunca quiso entender: que amar también implica saber decir adiós, o mejor aún, un hola de nuevo pero ahora con la incorporación del ser querido como parte esencial de la historia vital.


Te dejo un abrazo pendiente, mientras nos volvemos. a encontrar por estos lares virtuales.


Referencias

  1. Calixto, E. (2023). Amor y desamor en el cerebro. Debolsillo.

  2. National Center for Biotechnology Information. (2020). Oxytocin. StatPearls.

  3. Kolb, B., & Whishaw, I. Q. (2006). Neuropsicología humana. Ed. Médica Panamericana.

  4. Perls, F. S., Hefferline, R. F., & Goodman, P. (1951). Terapia Gestalt: Excitación y crecimiento de la personalidad humana. Editorial Cuatro Vientos.

  5. Rogers, C. (1961). El proceso de convertirse en persona. Paidós.

  6. White, M., & Epston, D. (1993). Medios narrativos para fines terapéuticos. Paidós.

  7. White, M. (2004). Narrative practice and the unpacking of identity conclusions. Dulwich Centre Publications.

  8. White, M. (2014). Decir "hola" de nuevo: la incorporación de la relación perdida en la resolución del duelo. Mosaico: revista de la Federación Española de Asociaciones de Terapia Familiar, (57), 100-110.

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